Pintar puede ser una forma de custodiar lo visible o lo imaginable, como recordaba John Berger en El sentido de la vista. En el caso de Elisa Vea Keating, ese deseo protector se enuncia de diversas maneras: a veces, se vale del dibujo para componer mediante una poética identificada con la figuración expresionista tal y como, por ejemplo, la practicaba Saura, una serie de retratos centrados en el primer plano del rostro. De ese modo, traza sobre papeles diversos un insólito inventario de retratos entre los que cabría destacar los que dejó grafiados en un listín telefónico de Madrid. Esta actitud apropiacionista, que surge de la precariedad de medios, puede verse como si de un ready-made rectificado se tratara, como un formidable libro de artista donde habita un cosmos humano extraño y misterioso. Otras veces, como sucede con la serie que presenta en la sala Okendo, prescinde de la figuración para pintar al modo de un informalismo matérico que acumula ya una larga tradición. Sea la primera poética elegida o sea la segunda, lo relevante es la pulsión pictórica que se recrea en su propio hacer. Hay juego, placer y lo otro de la razón —una estética que emerge como saber de las sensaciones—, movilizados por la imaginación. Y hay también en la acción pictórica el despliegue enigmático de la anamnesis y la reminiscencia que vendría a custodiar una memoria de los lugares y paisajes en los que ha desplegado afectos y deseos diversos.
Sobre esto nos incita a mirar esta artista. Diríase que quisiera compartir su acción ensoñadora, que se inicia con la recogida de tierras de Cádiz y de otros lugares, y que se prolonga en el proceso de mezclarlas con pigmentos de diversos colores como si se tratara de un acto alquímico, y que culmina en una práctica pictórica que inventa identidades y afectos con el mundo y nuestra experiencia. Sin pretensiones trascendentes, místicas o críticas, su pintura matérica es una acción placentera y misteriosa. Celebra el color como una de las dimensiones jubilosas de la pintura. Las gamas del rojo —cómo obviar, su poder para simbolizar un vitalismo cálido—, del naranja, junto con un espectro de ocres, funcionan como un dispositivo afectivo en sus paisajes inventados. No hay voluntad de mímesis, sino que, antes bien, configura una especie de espacios inventados —una suerte de topofilia que Gaston Bachelard describía como una poética de espacios a ensalzar, captados y vividos por la imaginación—, surgidos del deseo, renovado, de pintar, pintar siempre. Las texturas y las composiciones, surgidas en un proceso donde el cálculo y azar se alían sin jerarquía, configuran formas para el deleite visual, para la suspensión de nuestro juicio estético en una finalidad sin fin. Pero la apertura a la sensación, a los afectos asociados y a las significaciones sin telos predeterminados, terminan creando una experiencia de libertad.
La pintura en su larga historia ha sido objeto de querellas diversas sobre su actualidad y sentido. En la cultura occidental ha sido una ventana al mundo que ha conformado un orden óptico y visual con pretensiones cognitivas. En la creación contemporánea ese estatuto polémico de la práctica pictórica no ha cesado de ser problematizado: la impugnación más recurrente se ha referido al anacronismo de su lenguaje plástico y a sus limitaciones para una enunciación crítica y conceptual. Y, sin embargo, dado que las categorías estéticas están ancladas en contextos sociales e históricos determinados, el anacronismo de las formas significantes y de las prácticas artísticas es su condición “natural”. Esto le lleva a Didi-Hubermann a postular que “la paradójica fecundidad del anacronismo permite acceder a los múltiples tiempos estratificados”. Toda obra condensa una pluralidad de estratos temporales y significaciones afectivas que se ofrecen a nuestra percepción y experiencia. Ese tiempo propio es una manifestación de una libertada sin apremios. La libertad dada y por hacer que se toma Elisa para pintar lo que desea, para explorar paisajes informalistas o para incorporar figuras a un listado sin rostro. En el fondo, lo que una acción pictórica manifiesta es la libertad del deseo, su melancolía y su memoria en un litigio nunca concluido.
Fernando Golvano profesor de Estética y Teoría de las artes en la Universidad del País Vasco, crítico de arte y comisario independiente.